Los 20 de enero ya no se celebrarán ni tendrán ese halo
especial que antes acompañaba. Ruymi, el
compañero barman hilo fundamental a la par que, inconscientemente y por
casualidad, culpable en un porcentaje elevado de que yo viva en Madrid, se va.
Regresa.
Vuelve a casa. Ya trabaja en el pueblo, donde la bahía de
Los Cristianos mira cada mañana a La
Gomera y todo va como a cámara lenta. Mañanas cálidas con olor a pescado
fresco; noches tranquilas, sin ruido; sol cálido y cielo azul de verdad; amigos
que se juntan como usualmente hacían, en los lugares típicos; la familia
siempre acogedora y sin duda un elemento exponencial a la hora de asegurar un
vínculo con el lugar de partida.
Se sienta en la misma terraza que diez años antes le veía
cometer imprudencias o descaros propias
de esos lugareños cortos de miras: chistes cargados de ironías, largas horas de
risas, algún piropo a alguna inglesa por si entraba en la nasa (alguna vez
entraban, para disfrute de muchos) y
temas banales. Por qué no? Felicidad. Es un lugar donde los pobres pueden vivir
como los ricos y pensar se castiga más que ningún otro vicio.
Todo sigue igual, excepto él. Mira ahora, vestido con su
camisa surfera, shorts y cholas, su
jarra de cerveza floja y sin espesura y siente nostalgia por todo aquello que
vivió. La civilización te ubica, y a con él no fue excepción. Vivir en Madrid
te cambia: la gente, los estratos sociales, el ritmo, el humor, malvivir muchos
días, buscarse la vida, enfrentarte a hijos de puta de vez en cuando y encontrar
gente abierta dentro de una gran diversidad de personalidades, por no nombrar
los amigos, que formaban parte de su día
a día y que ahora solo son un recuerdo. Vivir en una rutina trepidante. Siempre
lo mismo pero siempre diferente. Ningún día es igual que el anterior y nunca
sabes a quién puedes conocer e incluir en tu camino. Ahora siente nostalgia de sentirse urbano.
Simplemente echa de menos ser uno mas de la muchedumbre fría e individual que
se encuentra en las ciudades.
Todos le tratan igual, pero él no es el mismo. Se siente
pequeño dentro de lo pequeño. Extranjero en su casa. Perdido. Solo. Claro que
hay gente y amigos, pero quién le va a entender, si las sensaciones que te
regala el camino andado no se pueden transmitir con palabras ni con miradas.
Esa es la peor de las soledades: sentirse sano, sentir que has crecido, sentir
que tu visión es más amplia, sentir que estás altamente capacitado de diferenciar lo precario de lo paradisíaco,
lo excluyente de lo inclusivo, la alta calidad de la baja, lo asombroso de lo
repetitivo y , sin embargo, que nadie
note nada.
El no poder compartir, como castigo.
Ahora curra donde solía hace años, con una mirada que
esconde vivencias, con muecas que reflejan recuerdos, con silencios llenos de
sentido que resuenan dentro de su cabeza.
Será este el final? Dejará que todo termine donde empezó?
Que todo termine donde empezó
Que todo termine donde empezó
3 comentarios:
No se donde he tenido esa sensación antes...
Uff!! Me dieron ganas d llorar a mi tambien... Se le exara de menos x alli...
Puede que acabe donde empezó... aparentemente.
Pero no será como cuando empezó.
Das una vuelta completa y vuelves al principio, pero el camino ha sido una espiral no una circunferencia.
Nunca vuelves al mismo sitio, ni al mismo momento. Nunca te bañas en el mismo río ni coges la misma ola.
Y nunca vuelves solo, vuelves tú y tu historia, tus experiencias, tu vida vivida, tus alegrías y tus penas habidas, tus recuerdos y tus olvidos.
Ni eres el mismo tú ni es el mismo lugar. Es todo un surco más allá.
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