Vecindario era una tosca ciudad canaria, de esas ciudades que son pueblos grandes, barrios que han crecido sin quererlo a escondidas del descuidado transcurrir de las generaciones. Digo era porque nada es para siempre, como todo, mañana Vecindario no será como es hoy, igual que hoy no es como fue ayer. Me decían los lugareños que en sus raíces su extensión la cubrían las plantaciones tomateras y las familias que las labraban eran los habitantes que fundaron la comunidad. Para cuando yo puse pie en la villa sólo quedaban ciertas pistas de aquel pasado, alguna escultura o placa conmemorativa, una explanada a las afueras con el esqueleto de un invernadero o alguna que otra pequeña parcela atrapada entre edificios, marginada de la especulación, heredera de los restos de lo que hubiera habido. Pero siempre pude imaginarme aquella explanada de tierra, dorada por el sol, con un viento teñido de rojo por el aroma del fruto.
Sin embargo, lo que más impresión me causó de aquel lugar desde el día que llegué fueron los ancianos vigilantes que se escondían en las esquinas de la urbe, no en las esquinas de las avenidas principales, ni de parques, ni de obras, ni de ningún hábitat común para esta especie de observadores de la tercera edad. Era curioso como los abuelos de Vecindario acudían a ciertos cruces de intercalados stops sin sentido como si fuesen puestos asignados en los que cubrían un patrón de posiciones con religiosa y estricta rutina de turnos. En ocasiones ni siquiera era un puesto en la bocacalle sino en la profundidad de la vía, a la altura de la tercera o cuarta casa, mirando a la de enfrente como sujetándola, no su peso, sujetando el tiempo para que no se escapara su historia con la ligera brisa que corría por el surco urbano. Manteniendo viva la memoria de sus ventanas a ras de pueblo, de las anécdotas familiares tiradas en los bordillos. Siempre que los encontraba jugaba a especular teorías sobre el propósito de dichas guardias; estarán vigilando el tráfico, a los viandantes, a los extranjeros, que nada se mueva de su sitio.
Lo cierto es que nunca lo supe ciertamente, incluso una vez los imité para intentar bañarme en su perspectiva. Sentí una gran tranquilidad al ver pasar la vida, sin más, solamente como observador de un fragmento del día a día del mundo y de todos los cachitos de las subexistentes líneas de tiempo de cada trama personal de los ciudadanos. Puede que ese fuese su único propósito, ver pasar la vida, puesto que la suya ya había pasado y solo les quedaba lo que la decrepitud del tiempo no les había robado.
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