domingo, 1 de agosto de 2010

Triste, pero cierto.

Ha vuelto a ocurrir. Un portazo sonó tras mi salida de esta sucia casa. Parece que deambulo por las calles grises y tristes de mi ciudad, por supuesto, asquerosa, aunque en verdad sé claramente hacia dónde me dirigo. Vuelvo a aquel bar, el de 9 de cada 10 días. Vuelvo y no precisamente para reír a carcajadas o para bailar o para conocer gente. No puedo evitarlo, es así: soy un viejo, ignorado, ignorante y alcoholico. Me siento como la oveja negra dentro de la inmensa manada de ovejas blanquitas y relucientes. Mi ron más que sea me comprende y trata de ayudarme y animarme, no como mi familia, en general claro... puedo contar con los dedos de las manos los que de verdad me apoyan y tratan de dialogar, de escucharme y, en definitiva, de hacerme sentir uno más. ¿El resto? Bah. Todo les va mal... todo lo que haga yo, claro. Si cualquier otro hace lo que yo, no importa para nada. Yo no intento ser malo, trato de ser amigable, pero parece que no captan mi inútil intento de caerles bien y más que sea de ser querido, como antaño. No pido flores todos los días, es más, odio las flores, ni pido ser el mimado "number one", sino que un poco de interés en mi. Quiero ser parte de todos mis queridos, pero no de manera negativa o pedante. Cada día lo veo más imposible...
-Lo de siempre.
-¿Poco hielo con el ron verdad?
-Claro, lo de siempre.
Servido en una copa de cristal del más transparente, como debe ser. Una sola piedra de hielo, como mejor me sabe. El primer sorbo es el más exquisito, se nota el ligero picor con el tacto en la lengua. Magnífico. Como el fuego, desciende por mi esófago. Setenta y dos años tragando esta joya, y cada día me parece igual de insoñable. Es al pasar numerosos segundos cuando éste sube a la cabeza para hacerme sentir como nunca... y como siempre. Obviamente, a esta primera le siguió una segunda, y una tercera, y una cuarta y así hasta unas cuantas más. Soy uno más del bar de "los olvidados", recentado por fulanos normalmente con mínimo cinco botones desabrochados de la camisa vieja como el sol, sol que les pega continuamente en su peludo y bronceado pecho pero que rara vez golpea la abombada barriga. Esos bares en los que, cuando la gente "normal" pasa por delante, acelera su paso hasta el 200% para evadir la mirada de nosotros, los viejos borrachos del pueblo de toda la vida.
Si pudiera huir de aquí, lo hacía sin pensarlo dos veces. Pero existen dos motivos por los que no puedo escapar: uno, mi sucia morada es... pues eso, sucia... o al menos lo es para mí... quizás sea yo el sucio, quizás lo sean ellos... no lo sé, solo sé que la frase de "me siento como en casa" tiene un sentido completamente distinto desde mi perspectiva al que teóricamente posee. Y dos, esto engancha y aquí si que puede tener sentido la frase anteriormente citada, y es que encuentro una vía de escape al irracional ambiente casero y al desprecio hacia mi persona.
-Otro ron.
-Te estás pasando.
-¡He dicho otro!
-Bueno...
Ahora me iré, ya que el hambre abunda y el dinero no sobra como para estar gastándolo en boberías, y la gente observará a dos metros y medio de mí cómo me balanceo ligeramente y se susurrarán al oído lo que de ese viejo piensan. Soy un borracho, no un desfavorecido. Soy un viejo sucio, no una persona. Es deprimente sí. Las discusiones surgirán en el momento que abra la puerta que hace unas horas cerré de mala manera y entre, de nuevo, sin capacidad para dialogar, con el corazón abierto, pero tremendamente dolido y casi roto del todo. Unos me dirán falsamente hola. Otros ni eso. Es la dolorosa rutina a la que estoy sometido. Mi único lecho son unos pocos. Y mi salvación el más viejo de todo el pueblo: el ron.