sábado, 26 de marzo de 2011

Divagaciones sobre un tema, de Javier Salvago

La madurez debe ser esto,
este cansancio, esta desgana,
este saber, ya de antemano,
que nada sirve para nada.

La claridad que nos despierta
a una inclemente y gris mañana,
la claridad que ahuyenta sueños
de juventud, y nos desalma.

Este abandono, esta renuncia
al ideal y la esperanza,
este vender al dios que fuimos
por bagatelas y migajas.

Dejarlo todo para luego
-amigos, vida, libros, causas-
porque otras cosas que no amamos
están ahí y nos reclaman.

Sentir el viento, sobre uno
como una loza o una espada,
y ver que el tiempo se no va
de entre las manos, se acaba.

La madurez debe ser esto,
comprender cosas que espantaban
vistas desde lejos, comprender
que uno está preso en una trampa.

El desayuno, de Luis Alberto de Cuenca

Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata,cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se nota
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Pero aun me gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando, llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno>>

domingo, 13 de marzo de 2011

La historia de R. y Yo.

Estando solo y sintiéndose reflexivo, R., habla consigo mismo. Se dice dirigiéndose a un Yo incierto:

- Entre la espada y la pared me encuentro, acribillado por los caprichos del destino: de mi propio destino; del que construyo día a día con mis actos y sus respectivas consecuencias. Dudo. Dudo sí, dudo. No vivo, sino vivimos rodeados de mentira y opresión, somos la mitad de lo que pensamos ser; y a veces esa mitad se ve reducida a otra mitad, la cual compartimos con otra persona y, por tanto, con una verdad ciertamente problemática. Ciegos de amor y siervos de éste.  
Cuestionarse las cosas, los hechos, no es desde luego señal de una existencia, digamos, exitosa o de una vida llevadera, dichosa, feliz. El camino hacia la verdad es, efectivamente, todo lo contrario al camino hacia la felicidad. "Felicidad", que bien suena... bonito nombre. Me lastima, sin embargo, el verla tan lejos. No por ello soy un amargado, un renegado o un depresivo: soy realista. Y la realidad supone un descubrimiento y una investigación más o menos efectiva de la verdad: de esa otra mitad; la formada por espadas certeras, puntiagudas e impregnadas de sangre, cuyo metal opaco, aunque lúcido, refleja a imagen y semejanza el dolor personificado. Una verdad donde "todo vale", siempre y cuando ese "todo" conlleve la aceptación del todopoderoso interés de unos pocos poderosos.
¿Cuál es, pues, la razón de mi existencia? ¿Por qué sigo en pie? El mundo es un lugar por el que merece la pena batallar. Pequeñeces día a día álzanme una sonrisa, ya que así lo deseo; las aprecio. No es complicado verlas, aunque sí sentirlas e interiorizarlas... una caricia, un beso, un "hola, ¿qué tal?", un chiste. Saber disfrutar de estas aparentes nimiedades insignificantes y corrientes es, más que una recomendación, un estilo de vida, cuyas metas son ciertamente discutibles y complicadas.
La solución a todo este enigma es la más sencilla, como en la mayoría de ocasiones ocurre: mirar a la pared. Ignorar las espadas a tus espaldas. Ver, tan solo, bloques y más bloques unidos y pintados de blanco ignorancia. Una monotoneidad interesantísima a vista de una mayoría abrumadora que nos rodea. No sé qué le ven. No sé qué les atrae. Supongo que es precisamente lo que a mí me falta: felicidad.
Soy un preso. Preso de mí mismo. De mi inconformismo. Puede que sea un error. Todo depende.

Entonces, R., miró hacia abajo. No se sentía mohíno. Se encontraba, más bien falto de expresión. Blanco. Volvió en sí. Dirigió su mirada hacia adelante y observó cómo las espadas comenzaban a herirle de gravedad, con ataques constantes a la totalidad de su cuerpo; su pulso, sin embargo, no cambiaba ni de intensidad ni de frecuencia. La sangre corría por todo su cuerpo. Cualquier observador de tal acto quedaría atónito no solo por la crueldad de éste, sino por la negación de R. a oponer resistencia. Éste se apoyó en la pared, la cual quedaría bañada de rojo, sonrió y de su boca salió lo siguiente:

- Yo, vivir en un mundo paralelo es lo complicado; lo sencillo es hacerlo en uno para lelos: el nuestro. Tú decides.

R. no murió. De hecho, comenzaría a avanzar y no parecía que fuera a parar nunca.