martes, 9 de noviembre de 2010

Anécdotas en Madrid, capítulo 1

El metro hace parada en Almendrales, salgo a la calle y entro en la noche cerrada de Madrid. No es el Madrid de calles glamurosas, llenas de edificios emblemáticos y prestigiosos, más bien el Madrid de obras y callejuelas que juegan a formar laberintos. Y puede que por eso mismo destacase tanto un hombre bien vestido, zapatos abrillantados, jersey y abrigo largo, o puede que lo que le hizo tan notable fuese que empezase a cantar el cumpleaños feliz mientras me acercaba a él. Era mi amigo Leo. Tras un mes y medio en la capital por fin habíamos logrado quedar, por fin me iba a presentar a Antonio y a Juanki.
Me habían invitado vía SMS a una cena casera, espaguetis a la Boyle en el menú. Nadie podría haberme advertido de lo que me iba a encontrar, aunque mientras nos dirigíamos a su “casa” Leo me prevenía de ciertas condiciones.

Entramos en un edificio, uno más de tantos que hay, su peculiaridad estaba en el interior. En lugar de subir a los pasillos de pisos habitables bajamos al patio central donde me llevó hacia una pequeña guarida bífida encajada en la fachada de la izquierda, entramos por la puerta de la izquierda y escalamos las cortas pero verticales escaleras al salón/comedor/cocina/baño (o así me lo definieron). De inmediato un caluroso abrazo de Antonio me da la bienvenida mientras le reclama a Leo una lista de ingredientes para la tarta que preparaba. Tras unos instantes aparece Juanki de la esquina del no muy lejano fondo a la derecha que ocultaba el baño, y me da otro abrazo. Confiesa que no esperaba que yo fuese tan alto, aunque creo que era el techo el que estaba cerca de mi cabeza y no mi cabeza la que llegaba hasta el techo.

Nos sentamos, Juanki y yo, para observar al chef, ATM, y picotear de los ingredientes que había logrado reunir entre las justas despensas. Una vez terminado el postre Leo se dispuso a preparar el primer plato, este orden tan anómalo se debía a que cuando Leo llegó a casa conmigo volvía de haber salido la noche anterior. Aunque eso era lo de menos, él tenía un plan. Un plan para enfrentarse a las adversidades que implica una cocina de 0.5 metros cuadrados correspondientes a la esquina del fondo izquierda (a la salida del baño), siguió las recomendaciones y advertencias de los que le observábamos, a su manera, y finalmente tras quemar, raspar y rezar, sirvió unos espaguetis en su punto, con jamón, queso fundido, cebolla y ajo. Aun así yo notaba como si faltase un último toque, entonces pregunté por si tenía kétchup, e inmediatamente abrió la nevera, se dirigió sin vacilar hacia el estante superior de la puerta del frigorífico, como si conociese con los ojos cerrados la complicada organización de la nevera, y me dispensó un sobre de kétchup del McDonald’s. Ahora sí, engullí la pasta como si no hubiese comido en un mes pero no porque tuviese tanta hambre como si no hubiese comido en un mes, sino porque me moría de ganas de probar el postre. Una tarta/biscocho con relleno de mus de colacao y avellanas, sobre una fina lamina de improvisado almíbar de naranja y por encima de todo una manta de fondue de chocolate y para finalizar la presentación una corona del mus sobrante y más avellanas troceadas.


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PUFFF! Arrancándome el alma del susto, suena el ambientador de los anuncios de animales apestosos que tienen una casa que huele a rosas, el hermano mayor del de los anuncios de los niños que van al baño solo para gastar su aroma. El tiempo de nuestra velada transcurrió tan rápido como el aleteo de un colibrí, en parte por las entretenidas conversaciones y los comentarios cómicos, y en parte porque teníamos que dejar libre la mesa para los otros clientes que la habían reservado. Un pequeño momento de algarabía y de repente me encuentro sólo limpiando platos y utensilios de cocina mientras Leo se cambiaba en una de las dos minihabitaciones colindantes al salón/comedor/cocina/baño, la que está llena de estantes del ikea,  y afuera en la superficie nos esperaban Juanki y Antonio.

Una vez liberado de las tareas domesticas de mi anfitrión, este y yo huimos a encontrarnos con nuestros compañeros en el coche que nos llevaría, estilo persecución hollywodiense, a “el sitio de siempre”, el lugar en cuestión: el Starbucks del Cinesa en Príncipe Pio. Nuestra segunda velada se alargo mucho más, una rápida presentación con la franquicia americana, seguimos con nuestras conversaciones, una llamada a larga distancia tan entretenida como duradera, vuelta a las conversaciones y anécdotas de lo alucinante que el Kinépolis…

-         Disculpen! Se lo están pasando bien? Lo siento pero vamos a cerrar esta zona.
Un guardia muy extrovertido nos invita a desalojar nuestra cómoda localización, sin darnos cuenta habíamos despedido a los últimos habitantes del centro comercial, era hora de cerrar. De modo que nos fuimos sin oponer resistencia, no sin antes Leo comprobar que las barandillas metálicas  conducen perfectamente las hondas de sonido provocadas por el trote de los dedos sobre una de sus puntas hasta la otra.

CONTINUARA…